jueves, 11 de julio de 2013

Un futuro sin más (y VIII): Amanecer




[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

[Capítulos anteriores de este relato: primero, segundo, tercero, cuarto y quinto, sexto y séptimo]

Después de la guerra con Francia, Suiza había desplazado una parte importante de sus efectivos a la frontera oeste, convencida de que si alguna amenaza le esperaba vendría del lado francés. La prosperidad de los últimos años habían llevado a Suiza, entre a otras cosas, a una cierta ceguera sobre cuál era la situación más allá de sus fronteras. Lo cierto es que en el territorio de la antigua Alemania la gente de las diversas naciones que ahora ocupaban su lugar pasaban mucha necesidad: las repetidas tormentas y los veranos cada vez más cálidos habían llevado a dos años seguidos de hambruna. Cuando ya en el mes de Abril los termómetros en algunas zonas de Alemania marcaban más de 30 grados Celsius y se anticipaba un nuevo año de cosechas mediocres el pueblo alemán perdió la paciencia. Los diversos lander crearon un gran ejército conjunto y se lanzaron decididamente a la conquista de Suiza.

La calidad de las armas y la preparación militar del ejército germano eran muy bajas, pero lo que le daba potencia era su abrumador número: un ejército de más de 100.000 hombres desesperados, que lo habían perdido todo o estaban a punto de hacerlo. Los pequeños destacamentos suizos en la frontera no pudieron hacer frente a tal marea humana y fueron literalmente barridos. Los alemanes, con una mayoría de tropas a pie, avanzaban a una velocidad inusitada, arrasándolo todo a su paso. Prevenido por un mensajero venido directamente del Ministerio, Jan se vio obligado a salir de Zurich en medio de la noche, acompañado de Margueritte. Esa huida encolerizó a un Jan harto ya de salir siempre huyendo. Lo que no sabían los invasores es que esta vez estaba preparado.

En las afueras de Zurich, cerca de su primera y ahora ampliada planta, Jan tenía varios hangares vigilados por hombres de su confianza - buenas personas que había rescatado del arroyo y a las que había dado pan y un hogar, gente preparada y con conocimientos técnicos y militares básicos. En aquellos hangares guardaban una docena de carros de combate, con un blindaje impenetrable incluso para obuses de gran calibre pero extraordinariamente ligeros gracias a las capas laminadas de fibra de carbono. Los tanques transportaban en su interior centenares de obuses de gran calibre y proyectiles para ametralladora, ligeros y encajables, hechos también de fibra de carbono, y propulsados por explosivos a base de hidrógeno y metanol. Dada la ligereza y maniobrabilidad de los tanques, su excelente blindaje y la terrible potencia de fuego que eran capaces de desarrollar, aquellos doce tanques fueron capaces de causar estragos entre los alemanes. La batalla entre los invasores y aquella pequeña fuerza blindada duró solamente un par de horas y acabó convirtiéndose en un ejercicio de tiro al plato. Aquella noche, entre invasores e invadidos, se saldó con más de 10.000 muertes en territorio suizo. Los generales que comandaban el ejército alemán, viendo que ni sacrificando sus mejores hombres era capaz de acercarse a los tanques, decidió desbandarse y retirarse hasta su propio territorio. Al menos otros 5.000 alemanes fueron hechos presos en su desordenada huida, aunque pocos de ellos llegarían vivos a la prisión.


Tras el fulgurante ataque de los alemanes centenares de kilómetros cuadrados del norte de Suiza eran poco más que casas calcinadas y cultivos perdidos, segados a dentelladas y aplastados por las botas de aquella tropa embrutecida. La gente que habitaba aquella tierra ahora mancillada, los que habían podido escapar con vida, ya no podrían recibir de ella su pan y sustento como mínimo hasta la siguiente cosecha; y reconstruir las casas, las granjas, los pajares,... llevaría muchos meses, y muchas familias de granjeros ni tan siquiera podrían financiarlo. Zurich se había librado de la barbarie por la rápida actuación de Jan. A medida que los tanques expulsaban a los alemanes de vuelta a su país el paisaje de la desolación que habían dejado era más evidente para Jan, quien contemplaba todo aquello desde lo alto de una colina al norte de Zurich. Afortunadamente, pensó, Margueritte estaba a salvo, lejos, en la retaguardia. Pero posiblemente otras Marguerittes no habrían tenido tanta suerte aquella noche en la que, a traición, los alemanes les habían asaltado. Sintió una rabia profunda, un odio alimentado por el resentimiento de décadas de haber sido humillado por gente a la que consideraba embrutecida e inferior. Pero esta vez no. Esta vez Jan no estaba dispuesto a permitir que tal afrenta se saldara tan fácilmente. Tomó su radio comando y ordenó al comandante de su flotilla personal de blindados que persiguiera a los alemanes hasta Berlín si fuera preciso, y que los aniquilasen.

Los tanques, mucho más rápidos y poderosos que el ejército alemán, causaron estragos entre la tropa que se retiraba, espantada, huyendo del horror que se iba extendiendo a sus espaldas. El propio Jan vio, a través de las cámaras en el blindado del comandante, que sus tanques estaban desatando una carnicería abominable. No, no podía caer en el mismo embrutecimiento. Odiaba a aquellos hombres que habían puesto en peligro aquello que más quería en este mundo: su universidad, su casa, su país de adopción, Margueritte... pero a pesar de ello no podía masacrarlos como si fueran insectos. Ordenó parar a sus tanques y desplegarse en formación ocupando un área de seguridad en territorio alemán.

Las semanas siguientes fueron frenéticas para Jan. Sus fábricas producían tanques a decenas, con toda su munición y explosivos. Con el acuerdo del Gobierno Suizo creó un protectorado en Alemania, una zona de exclusión, y todo el resto de la frontera suiza fue militarizado y vigilada por los nuevos blindados SPEG. En todas las fronteras de Suiza los controles de paso se volvieron mucho más estrictos, limitando el acceso a los suizos y a las personas con residencia o familiares en el país helvético. Además de su esfuerzo bélico y fabril Jan hizo generosas aportaciones para la reconstrucción de las zonas devastadas, hasta el punto de que en aquellas semanas gastó la mitad de su fortuna, y con su ejemplo consiguió que el Gobierno también pusiera una buena parte.

Jan odiaba de manera visceral e irracional a aquella tropa de desarrapados que estuvieron a punto de arruinar su obra, pero su cerebro de científico le empujaba a intentar dejar de lado sus prejuicios y comprender el por qué. Cien mil personas no se ponen de acuerdo simplemente para ser malvados; por supuesto había una causa que había llevado a tanta gente a actuar de manera tan brutal y concertada. Jan visitó el protectorado alemán y habló con decenas de prisioneros y entendió perfectamente qué había pasado. Mientras Suiza prosperaba la gente en Alemania sufría cada vez más. La invasión la había producido meramente el hambre y la huida de unas condiciones de vida cada vez más miserables. Nada más simple, nada más prosaico. 

Por fuerza tal problema tenía que ser generalizado en el continente, y probablemente en todo el mundo. Si Jan quería que el paraíso suizo continuara existiendo no podía abandonar a esos miles de millones de personas a su suerte. Suiza no podía encerrarse en su burbuja, exhibiendo impúdicamente su prosperidad mientras el resto de la Humanidad sucumbía. Como saben los ecólogos que estudian la dinámica de poblaciones, ninguna barrera es lo suficientemente fuerte para retener la presión de una población lo suficientemente grande, y los tanques de Jan podrían resultar eficaces para desbandar más que un ejército una horda desavisada de 100.000 personas, pero acabarían sucumbiendo delante de un ataque de un millón o dos de personas, o más; había suficiente gente en Europa para inundar literalmente Suiza con su sangre, y todavía más en la cercana África, y si la necesidad continuaba apretando en algún momento pasaría. Y no sólo eso. Algún día podrían venir amenazas desde tierras más lejanas, algunas de las cuales aún guardaban unos pocos misiles nucleares. Afortunadamente para el mundo la mayoría de las cabezas nucleares que guardaban las potencias nucleares habían sido desmanteladas para aprovechar el combustible en las centrales nucleares cuando el uranio empezó a escasear en la década de los 10, pero aún así un par de ojivas bastaban para poner un pequeño país como Suiza de rodillas. No había solución posible: tendría que extender la tecnología a Europa y al resto del mundo.

Tras dos semanas de discusión con el Ministerio y múltiples contactos diplomáticos Suiza convocó una conferencia paneuropea en Berna para discutir los términos de la compartición de la tecnología SPEG, como paso previo para su extensión a todo el mundo. Al encuentro acudieron observadores de todos los continentes, aunque algunos de ellos no pudieron llegar a tiempo dada la precariedad de los medios de transporte en aquellos años y eso a pesar de que el anuncio de la conferencia se hizo un mes antes de su celebración. Tras el discurso inaugural del Primer Ministro suizo como anfitrión del evento, la conferencia central fue la de Jan Palermo explicando las características generales de la tecnología (sus requerimientos, pero sin dar detalles de su funcionamiento) y bosquejar su potencial a escala europea y global. En realidad Jan proyectaba números mucho más modestos que los que el verdadero potencial de la tecnología SPEG ofrecía, pero aún así se produjo el murmullo de satisfacción entre los delegados - posiblemente no tenían esperanzas de conseguir tanto. Jan no se sentía a gusto acudiendo a aquel foro, aunque sabía que tenía que hacerlo. En su cabeza se había imaginado lo que se esperaba encontrar en aquella conferencia; se veía a sí mismo, humilde profesor universitario, teniendo que hablar delante de decenas de diplomáticos con décadas de experiencia y abrumador aplomo y considerable soberbia, gente que te hace sentir disminuido con sólo mirarte por encima. Pero en lugar de orgullo y prepotencia con fino tacto diplomático, Jan se encontró hablando a una tropa de famélicos, demacrados y desarrapados. Durante las frugales comidas de las cinco sesiones que duró el evento sus distinguidas señorías devoraban el pan y la sopa como si fueran manjares divinos. Tras la exposición inicial de Jan, los delegados nacionales describieron la situación de cada país, explicando sus mayores retos y problemas, todos diferentes - desertificación, falta de agua, inundaciones, baja productividad agrícola, tormentas, epidemias - y todos tan similares: con una fuente de energía confiable todos esos problemas podrían ser mantenidos a raya. Tras una breve jornada de trabajo con los delegados, durante la última jornada de conclusiones Jan expuso un plan de expansión para los países europeos con un plazo de implantación de unos cinco años y las primeras experiencias piloto fuera de Europa; pero dedicó más de la mitad de la presentación a explicar también las limitaciones. Describió con suma precisión los problemas que se presentarían, según la región, si se intentaba franquear el límite de sostenibilidad de cada territorio, dejando claro que SPEG era la última oportunidad para la Humanidad y que si esta vez la codicia y la impudicia humana no era puesta a raya los seres humanos desaparecerían inexorablemente del planeta. Estableció una cantidad máxima de energía por territorio, que debía destinarse en primer lugar a una agricultura sostenible y a la producción de agua potable de acuerdo con la capacidad del territorio, en segundo lugar a mantener un nivel sanitario correcto y digno, y en tercero a la educación, en la cual los planes de estudios debían ser revisados y aprobados por la autoridad académica suiza, y en los que se debía priorizar la educación en sostenibilidad y el respeto al equilibrio natural. Solamente después de atendidas esas tres necesidades, de acuerdo a un nivel de población máxima de carga revisable para cada territorio, se podría usar cualquier energía remanente para otros usos, hasta la cuota máxima establecida para el territorio. La gestión de la propiedad de la tecnología SPEG quedaba en manos de Suiza, quien se comprometía a no negársela a ningún país que se adhiriera a esos principios. Suiza se convertía así en el garante del bienestar de la Humanidad y en el país más importante del mundo. Para relativa sorpresa de Jan, no hubo protestas, no hubo reparos, no hubo retorcida retórica para intentar arañar mayores privilegios de unos a costa de otros. Sólo había cansancio y desesperación entre los delegados. Los representantes de los países europeos y de los países piloto votaron ordenada y unánimemente la aceptación incondicional de las normas que se habían decidido en aquella conferencia. La conferencia fue clausurada con todos los delegados en pie mientras se entonaba el himno de la alegría de Beethoven, que junto a la bandera suiza pasaba a ser el símbolo de la nueva Europa y del nuevo mundo.

Cinco años después el continente estaba irreconocible. Tras grandes esfuerzos por fin el hambre había pasado y la vida florecería una vez más. La vida aún era dura, pero soportable, en muchos territorios, cuya capacidad de carga se había reducido a pesar de la tecnología SPEG por culpa de las inclemencias del Cambio Climático, y la situación aún era cambiante por lo que al menos en Europa no se podía dar la batalla por ganada. En el Ministerio de Sostenibilidad Internacional suizo se trabajaba intensamente revisando planes de implantación nacional y fijando criterios estándar para establecer las cuotas energéticas y de uso de materias primas para cada territorio. Afortunadamente al Ministerio comenzaban a llegar las primeras promociones universitarias formadas por Jan, con muchas ideas nuevas y proyectos de futuro.

Jan había cumplido ya setenta años. Estaba sentado en el banco de su jardín, al lado de una joven Margueritte en el esplendor de sus 19 años. Ambos miraban el jardín, deleitándose en el vuelo de las mariposas, contemplando cómo una nueva primavera, de las pocas que entonces merecían ese nombre, convertía el triste invierno en un espectáculo de color y vida.

- Algún día tú tendrás que ponerte al frente de todo esto, Margueritte - dijo al fin Jan - El resto del mundo está sufriendo aún. El Ministerio ha diseñado nuevos planes de expansión para África, América, Asia y Oceanía, pero hay innumerables dificultades. Sequías, tormentas, el nivel del mar que sube, el de los acuíferos que baja... El mundo es mucho más grande que Europa, y si difícil es aún estabilizar este continente afuera el reto es ciclópeo. Pero es nuestro deber: tenemos que liberar al Hombre de sus cargas. No podemos descansar mientras un sólo hombre sufra 

Margueritte sonrió, y su cara se iluminaba.

- Me has enseñado bien, sé lo que hay que hacer, y lo haré. Cuando acabe los estudios en la Universidad me haré cargo de la implantación internacional, y mientras tanto haré un internado en el Ministerio de Sostenibilidad - Margueritte cogió las manos de Jan y  mirándole con sus ojos almendrados y grandes le dijo en francés - Puedes descansar ya, papá, yo seguiré tu labor

Era la primera vez que Margueritte le llama papá, aunque legalmente hacía más de diez años que era su padre. Quizá porque casi siempre hablaban en alemán; para decir esas palabras Margueritte había necesitado volver a su lengua materna. Él le dio un beso en la frente, deshecho en lágrimas, y ella le abrazó. 

- Nunca hubo un hombre mejor que tú, papá.

- No es verdad, Margueritte; he hecho cosas terribles.

- Todos hicieron cosas terribles en esos años; he leído los libros de Historia. Pero tú supiste encontrar el camino, y has hecho más bien que mal hiciste

Después de aquel día, Margueritte compaginó sus estudios en la Universidad, donde aprendía Física e Ingeniería, con la gestión de las plantas SPEG y con su internado en el Ministerio para ayudar en la planificación sostenible de los territorios. Jan poco a poco fue cediéndole la batuta, y al final sólo se encontraban en la gestión de un espacio sostenible común: el jardín.

La siguiente primavera, antes de la llegada de los rigores del verano, Jan hizo un viaje nostálgico a Madrid. Ya no era un hombre perseguido, sino famoso y reconocido, aunque él evitaba aparecer en actos y homenajes públicos; y con su aspecto discreto, en los prolegómenos de una respetable ancianidad, conseguía no ser importunado y pasar desapercibido la mayoría de las veces.  Para llegar a Castinueva, el nuevo país del que Madrid era la capital, tuvo que atravesar media docena de países que tan sólo veinte años atrás no existían. Los trenes de aquella época iban a velocidades moderadas para optimizar la eficiencia energética, y entre eso y los pasos de frontera el viaje a Castinueva duraba más de un día. Pero Jan ya no tenía prisa: no tenía por qué correr, ya nadie le perseguía. Al contrario, los guardas de aduanas le saludaban con respeto al ver su pasaporte suizo, y al ver su nombre en él se cuadraban y muchas veces le estrechaban fervientemente la mano. Uno incluso le dio un gran abrazo, y justamente fue el guarda de La Jonquera, aquel paso maldito donde hacía veinte años un grupo de mozalbetes, cuchillo en mano, intentaban atraparle a David Ros y a él.

El tren continuaba su lento traqueteo. Catalunya y Aragón habían conseguido mantener su red ferroviaria en buenas condiciones, pero en Castivieja se notaba el abandono de muchos años. El Gobierno de Castivieja, cumpliendo las directivas del Ministerio suizo de sostenibilidad, había completado la Fase Tres de Regeneración Sostenible del Territorio, y estaba dedicando sus esfuerzos a la vertebración eficiente del territorio; Jan vio muchas máquinas de fabricación suiza que trabajaban para restaurar y mantener la vía. Mirando a aquellas llanuras eternas Jan no pudo evitar un estremecimiento, al recordar su ciudad natal arrasada por las bombas incendiarias francesas. Pero ahora Francia no existía y París volvía lentamente a ser lo que nunca debió dejar de ser: un centro europeo de la cultura y de la ciencia.

Poco después de entrar en Castinueva Jan reconoció un campo de reeducación abandonado; las máquinas trabajaban en su desmantelamiento; un imperativo por la necesidad de reaprovechar los materiales, pero también moral. Quizá en aquel campo habían muerto Enrique Pouzas y tantos compañeros suyos. ¿Y qué pasó con los exiliados? Ángel Sancho y algunos otros náufragos habían recalado en Zurich, pero, ¿qué se habría hecho de los demás? ¿Habrían muerto en algún campo de reeducación sólo que de otro país? ¿O habrían seguido otros destinos nada halagüeños? Jan no pudo evitar pensar en David Ros y en su triste final, cayendo desde mucho más alto que los demás. Como siempre, el consuelo de haber ayudado a Colette y a sus hijos era el único remedio para tanto dolor como su evocación le hacía sentir.

Jan descendió por fin del tren en Madrid. No había recepciones oficiales; nadie sabía que llegaría ese día, aunque se le esperaba para la semana siguiente (querían darle la Gran Cruz de Oro al Mérito Civil de Castinueva, aunque Jan dudaba que pudiesen encontrar oro para una cruz tan grande). Fue directamente a un modesto hotel, muy diferente del que el Ministerio de Sostenibilidad castinuevés le había reservado para la semana siguiente; se registró con sus nuevos documentos de identidad castinuevenses que el Gobierno de ese país le habían hecho llegar "en reconocimiento a las labores prestadas a su patria de origen", ignorando el hecho de que, stricto sensu, él era castiviejense de nacimiento. El dueño del hotel no sabía quién era Jan Palermo, pero sabía que los papeles estaban en orden y que el huésped era económicamente solvente puesto que pagó por adelantado los cuatro días de estancia.

Después de registrarse en el hotel, Jan se fue a pasear por las calles de Madrid, un poco sin saber a dónde iba o más bien sin darse cuenta de hacia dónde iba. Llegó casi sin pensarlo a las inmediaciones del que había sido su laboratorio de investigación, a la misma colina desde donde presenció su saqueo y su quema. Habían pasado veinte años y nadie había recuperado aquel espacio. Se adivinaban las ruinas calcinadas debajo de los arbustos y matojos que daban un toque verde aunque melancólico al conjunto. Un gran cartel, un poco desvaído por la lluvia, anunciaba la reconstrucción inminente del centro "con aportación del Fondo Suizo de Sostenibilidad Europea", aunque a juzgar por la fecha -tres años atrás- habían sido más diligentes en poner el cartel que en empezar las obras. Algunas cosas no cambian de lugar aunque cambien de país, pensó Jan.

En todas partes vio estragos de la guerra contra los franceses, que a pesar del tiempo transcurrido - y de la poca resistencia de los españoles- eran todavía muy evidentes; solamente vio algunos edificios reconstruidos en los barrios más señoriales, en algunos casos con fondos suizos. Tomó nota para notificarlo al Ministerio de Sostenibilidad Internacional, una vez de vuelta a su casa; ciertamente, costaría superar muchos hábitos dolosos de la época anterior.

Paseando y casi sin querer llegó a su antiguo barrio, a su antigua calle, a su antigua casa. La zona no había sufrido más deterioro que el del mal mantenimiento de aquellos veinte años que habían pasado desde que lo abandonó, mochila al hombro. Sin saber muy bien porqué, entró en el portal de su antigua casa y subió hasta su antiguo piso. Era un piso relativamente modesto; su sueldo de profesor universitario, tras los sucesivos recortes, no daba para todo, y él, sin cargas familiares, había preferido gastarse el dinero en viajes. Pensaba en eso mirando la vieja puerta, de color verde deslucido; era igual que hacía veinte años, ni siquiera la habían repintado. ¿Qué habría sido de todos sus cosas, todo lo que abandonó en su huida? Sin poder reprimir el impulso, llamó a la puerta.

Le abrió una niña de unos ocho años; por un momento a Jan le pareció estar viendo a Margueritte diez años atrás. Desde el interior se escuchó una voz femenina, la madre sin duda: "¿Quién es?". 

- Es un señor muy distinguido - dijo la niña, y añadió - Parece un científico.

FIN


Antonio Turiel
Julio de 2013

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